
Mi abuela siempre se guardaba una figurita de la Virgen María en el bolsillo (o bolso, según la situación) cuando salía de casa, ya fuera a pasear, a por el pan, o a cobrar la pensión. La mujercita de los 15 cm había vivido en sus ropas durante tantos años que ni ella recuerda cuanto ha pasado. Era su manía, o también podría llamarse “su TOC” (trastorno obsesivo compulsivo). No era capaz de salir de casa sin ella, ya que pensaba que corría más riesgo de que algo pernicioso le ocurriera. Podría decirse que para mi abuela su virgen era como lo que es el casco para el motorista, salvo que ella no iba a ir a 120 por la autovía, sino a 2 Km/h por la acera y a la sombra. De todos modos ¿qué problema hay en que una anciana tenga sus costumbres bien arraigadas? ¿Qué más da? Son manías de la abuela, y como se suele decir, “cada uno tiene sus cosas, y mientras no le haga mal a nadie no pasa nada”… Pero en el caso de ella, si pasó. Cierto día, la Virgen la abandonó escurriéndose por un agujero de su chaqueta. Mira que le decía “abuela, ¿no es más práctico un collar?”. “No”- contestaba ella, “lo que me protege es esto, y no puedo renegar de ello por simple comodidad”.
La muñeca era prácticamente irrecuperable, pero para empeorar la situación, ella se aferraba más a la idea de que la necesitaba. La difícilmente desmontable creencia se vio reforzada porque, cierto lunes, dos días tras la pérdida, después de mucho esfuerzo y convencimiento por parte de sus hijas para que abandonara el hogar, le sucedieron tres cosas: se le rompió la bolsa de las naranjas, fue atracada, y el melón le salió malo. Como era de imaginar, lo achacó a la ausencia de sus 15 cm tallados con cariño en Valladolid. “Mucha coincidencia es que no la tenga y justo me pase esto”, lloraba en la comisaría al poner la denuncia.
Con el paso de los días, la ansiedad iba tomando el control. No llegó a los niveles de Jumoke y su miedo, pero asustaba igualmente. “Vamos abuela, llevas diez días sin salir de casa, tienes que salir". Mi madre y mi tía también insistían. “No quiero, dejadme todos”. “No mamá, ya está bien de tonterías, vamos”. Mi abuela comenzó a sudar, a llorar, a respirar deprisa, a cambiar de color... hasta que se desmayó. Finalmente salió de casa: en ambulancia.
La virgen estaba perdida, pero por suerte, contactos del cura lograron identificar un modelo idéntico a la susodicha. Mis tías se lo regalaron y le dijeron: “sorpresa mamá, han encontrado a tu María”. Tras mirara, mi abuela exclamó: “mentira”. Se dio cuenta de que no era la suya porque no tenía los mismos arañazos y otros detalles varios que sólo una fanática podía reconocer. Y digo lo de fanática porque hasta le sacaba brillo con el pronto religiosamente todas las mañanas.
Poco a poco, comenzó a creer en el poder de la nueva virgen, y menos mal, por el bien de ella claro, que era la que estaba atada a una creencia. Pero no fue tan fácil incorporar a otra mujer, virgen, de nombre María, en su vida, y es que eran muchos años de dependencia; requirió ayuda psicológica. Tres sesiones. Y los resultados no fueron tan buenos como esperábamos en relación al precio (52 €/hora). Mi abuela aceptó a la nueva a regañadientes, musitando mientras la frotaba con el algodón a las 9 de la mañana: “esta estatua no es la misma, no es la mía…”. Me la imaginaba como Gollum, llorando por su anillo y gritando en la oscuridad de su cueva “mi tesooooro”. La pobre lo estaba pasando verdaderamente mal. Un domingo se le cayó toda la calderilla del monedero en el suelo de la iglesia, y comenzó a murmurar para sí: “ay mi virgencita, mía de toa la via, donde estarás para protegerme y que no me pasen estas cosas, dónde”. Yo me reía, pero comprendo que para ella no resultaba cómico. La creencia mal encauzada desencadena la cadena del sufrimiento/estrés/ansiedad/depresión/adiccion, y hasta puede matar. Conozco las consecuencias de primera mano. Por eso este Blog se llama “Por Qué se Mató Mi Madre”.






























